miércoles, 4 de mayo de 2011

escritos mal escritos

Llega de noche, con la cara congelada, no siente las manos. Llega y prende el calefactor, que siempre amaga a estallar, y ahora sí está llegando a su límite. Se prepara un café, le gusta amargo. Saca sus hojas amarillentas, viejas, las únicas que encuentra para variar. Piensa, piensa y el vapor del café le empaña los anteojos. Se esfuerza por imaginar algo y niega las constantes ideas de parejas felices, amigos enfrentados y todo tipo de caminos ya recorridos por cualquier escritor mediocre. Mira su casa, no piensa en nada, pero ya ni lo intenta. No está desordenada porque casi no hay espacio ocupado: una mesa en el centro, tres sillas, una heladera vieja, y con la puerta rota, y el mueble rayado. No está ubicado en el mejor ámbito para imaginar, pero vuelve a intentarlo. El café, frío, le pide una recalentada. Le da el gusto y piensa. Le pega fuerte a la mesa, la taza se vuelca y él rompe sus hojas: las escritas, y las otras dieciséis . Llora y grita, cansado de pensar, decide hacer las cosas sin usar tanto la cabeza. Tal vez fue lo primero que perdió.

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